Un día, un hombre sentado al borde del camino bajo un árbol, observó
cómo la oruga de una crisálida de mariposa intentaba abrirse paso a
través de una pequeña abertura aparecida en el capullo. Estuvo largo
rato contemplando cómo se esforzaba hasta que, de repente, pareció
detenerse y que había llegado al límite de sus fuerzas: no
conseguiría ir más lejos. O así creía él.
El hombre decidió ayudar a la mariposa: agarró una tijera y ensanchó
el orificio del capullo. La mariposa, entonces, salió fácilmente.
Pero su cuerpo estaba blanquecino, era pequeño y tenía las alas
aplastadas. El hombre continuó observándola, porque esperaba que, en
cualquier momento, sus alas se abrirían y estirarían y el insecto se
echaría a volar. Nada ocurrió.
La mariposa vivió poco y murió. Nunca
voló, y las pocas horas que sobrevivió las pasó arrastrando
lastimosamente su cuerpo débil y sus alas encogidas.
Aquel caminante, con su gentileza y voluntad de ayudar, no comprendió
que el esfuerzo necesario para abrirse camino a través del capullo
era la manera que Dios había dispuesto para que la circulación de su
cuerpo llegara a las alas, y estuviera lista para volar una vez
hubiera salido al exterior.
Algunas veces, justamente es el esfuerzo lo que necesitamos en
nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario