viernes, 27 de noviembre de 2015

EL CHINGOLO

   El chingolo, ese pajarito travieso que todos tenemos en nuestro patio, no camina: anda a saltitos y su cuerpo vivo, ágil y graciosamente delineado, descansa sobre un par de patitas delgadas y frágiles. Esta manera de andar a saltos es el resultado de una maldición con que fue castigada su audacia.
Antes, su plumaje era de un color dorado y brillante como el del picaflor, pero se le volvió oscuro y deslucido a raíz también de una maldición.

   Presuntuoso, soberbio, engreído con su vuelo rápido y seguro, el chingolo se hallaba un día en lo más alto del campanario de una iglesia antigua.  Una chingolita tan linda y viva como él estaba a su lado. La torre era ancha, toda de piedra, y parecía hecha para mantenerse erguida una eternidad.

   El chingolo hacía prodigios de agilidad y donaire para lucirse ante la pajarita y, como le parecía que todo su alarde de fuerza y empaque era poco, se detuvo, afianzó las frágiles patitas en la veleta de hierro macizo, e hinchado de vanidad y de suficiencia, al ver al sol fulgir en su plumaje, dijo así a su compañera: -¿sabes? Si yo quisiera, de una patada  echaría abajo esta torre.

   La pajarita rió con malicia de la audacia. El soberbio se sintió ofendido y, para demostrar su fuerza, dio una patadita contra la torre.

   La torre siguió en su inmovilidad centenaria, pero una ráfaga silbante de aire negro y pesado envolvió y arrebató al ave, que cayó desde lo alto de la cúpula.

   Cuando el chingolo pretendió caminar con su habitual arrogancia, se sintió impedido: torpe y desgarbado resultó su andar, tal como si unos grillos invisibles lo sujetaran fuertemente.

   Al verle así, la chingola se horrorizó de su desairado porte y huyó negándole su cariño. El chingolo lloró, lloró tanto que sus lágrimas apagaron el fulgor de su plumaje. Cuando su cuita llegó junto a su madre, ésta lloró y enfermó de pena.

   Desde entonces, el chingolo exhala su queja doliente: "Che sy hasy, mi madre está enferma".

                                      Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá.

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